LA MUCAMA DE OMICUNLÉ
Rita Indiana
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Olokun
El timbre del apartamento de
Esther Escudero ha sido programado para sonar como una ola. Acilde, su mucama,
afanada con las primeras labores del día, escucha como alguien allá abajo, en
el portón del edificio, hunde el botón hasta el fondo y hace que el sonido se
repita, restándole veracidad al efecto playero que produce cuando se retira el
dedo tras oprimirlo una sola vez. Juntando meñique y pulgar, Acilde activa en
su ojo la cámara de seguridad que da a la calle y ve a uno de los muchos
haitianos que cruzan la frontera para huir de la cuarentena declarada en la
otra mitad de la isla.
Nudo
El manco abre el paso usando una
cimitarra con su mano buena. Llevan unos cien cueros curtidos en rollos de diez
cada uno, dos barriles de bucán, un saco
de sal en grano y batata. Cruzan la última barrera vegetal y salen a un
arrecife color ceniza, caminando sobre el mismo hacia el oeste. Llegan a un
acantilado por el que bajan con la mercancía. Están en Playa Bo. La playa de
los Menicucci es casi irreconocible, poblada de múltiples cardúmenes, los peces
se arremolinan en centenas, algunos alcanzan el metro y pueden cogerse con la
mano. Un galeón con las velas recogidas fondea a poca distancia de la orilla y
dos botes de remo se acercan a recogerlos.
Desenlace
Giorgio cierra los ojos y mastica
un hielo ruidosamente. Ve los somníferos robados al viejo Iván que Acilde se
lleva a la boca. Perdidos, sin el indio escabullido durante la noche, Roque y Engombe
huyen de los cascos de una cuadrilla que chapotea cada vez más cerca. Acilde
baja la última pastilla con un buche de agua de su lavamanos y se recuesta en
la camita. El peso de sus párpados clausura el acceso de Giorgio a la celda en
la que ha vivido su cuerpo original. Siente que alguien muy querido está
muriendo y adivina una lágrima en uno de sus ojos. La cuadrilla se le tira
encima a Roque, que sin enjugarla levanta amenazante el arcabuz para acelerar
el desenlace. El tiro que lo derriba deja el interior de Giorgio completamente
a oscuras. Tras hablar de rap y política, había despedido a Said sin decirle
una palabra sobre su futuro. Podía sacrificarlo todo menos esta vida, la vida
de Giorgio Menicucci, la compañía de su mujer, la galería, al laboratorio.
Linda recuesta la cabeza sobre sus piernas y él acomoda con un dedo el fleco
mojado que le cae sobre la cara. En poco tiempo se olvidará de Acilde, de
Roque, incluso de lo que vive en un hueco allá abajo en el arrecife.
(2015, Editorial
Periférica.)